Miyazaki y los piratas
- Camilo Fidel
- 13 abr
- 3 Min. de lectura
Hace un par de días, las redes sociales fueron invadidas por cientos de miles de imágenes que remedaban ciertos elementos gráficos —lo más característicos— de las obras desarrolladas por el célebre estudio japonés de animación Ghibli. Hordas de usuarios cambiaron sus fotos de perfil por pintorescos avatares de ellos mismos, o recrearon versiones de escenas históricas conocidas, pero esta vez pasadas por el filtro del famoso animé. Toda esta tendencia —pasajera, desde luego— causó estupor en un considerable grupo de seguidores de Ghibli que sentían que se estaba vulnerando la obra de Hayao Miyazaki y sus colegas. Con seguridad, sí existió algún tipo de vulneración que solo el tiempo y los tribunales descifrarán, pero me cuesta creer que este tipo de astucias siniestras de las empresas de inteligencia artificial (en este caso, ChatGPT) puedan demoler la obra en sí misma: su repercusión histórica, sus referencias de origen y su planteamiento estético. Como los piratas que son —ahora disfrazados de titanes de la tecnología—, solo saben encontrar valor en el brillo de las cosas y menosprecian sus atributos más interesantes y trascendentes. Una fábula infantil: el oro ocultó, en el pillaje, la verdadera riqueza. Irónicamente, el apetito desmedido de los nuevos piratas protegió —por ahora— la obra.
Algunos dirán, tal y como sucedió en la época de Napster y la música, hace más de 30 años, que estos actos de piratería contribuyen a la difusión de la obra y al acceso por parte de públicos que no tienen cómo llegar a ella. En algo podrían tener razón, pero no creo que la discusión sea esa. El asunto es mucho más delicado y sutil: ¿hasta dónde se puede permitir el uso de los derechos de autor ante la exagerada y creciente voracidad programada de las máquinas de inteligencia artificial? Si no se fijan límites, es muy probable que no se esté lejos de un atropello irreversible a los oficios de los artistas y a sus creaciones.

De cualquier manera, en este caso, creo que un simple remedo gráfico para crear una tendencia peregrina y consumible —como el promovido por ChatGPT— no tiene la capacidad de disminuir la fuerza y luminiscencia que irradia una obra como la de Ghibli y Miyazaki. Y tan solo revela cómo se está aproximando, en la mayoría de experimentos y procesos de aprendizaje de la inteligencia artificial, a la obra artística: como un resultado manipulable por cualquiera, un acto de programación-confusión de máquina de juego de azar, que supone un entendimiento precario —por lo poco que aún se sabe sobre él— del cerebro creador.
Nada nuevo bajo el sol, diría el libro del Eclesiastés. Desde los años sesenta se ha tratado de usar computadores para hacer arte. Lo que empezó como un juego de experimentación que buscaba hacer de un computador algo más que una máquina de cálculo, terminó con un primer resultado (unos patrones de líneas y puntos) en el laboratorio de Michael Noll: la primera obra de arte inducida a un ordenador. El computador no hace la obra; se le induce la obra, que es muy distinto. Aunque los últimos avances no dejan de descrestar en su perfeccionamiento visual y realismo, todavía existe un largo tramo por recorrer para entender y concebir un verdadero acto creador humano —genuinamente— imitado por la máquina. Así algunos se asemejen, como aquel que, a partir de órdenes arbitrarias e interrupción de los procesos de generación, ha hecho que la máquina “alucine” o “sueñe”. La falta de conciencia y de sensibilidad de la tecnología —que está por desarrollarse— hace que los resultados sean meras esquelas de arte o souvenirs para alimentar redes sociales. Como mencionaba, la obra del estudio Ghibli no puede reducirse a su resultado gráfico —muy laborioso, por cierto—, entre otras cosas porque desconoce la afluencia de factores más sutiles en su gestación: el contexto generacional de sus creadores, sus posiciones políticas e ideológicas y la crítica que les mereció el mundo en ese momento. Todos estos elementos son fundamentales en la composición de cualquier obra artística, sin los cuales todo se reduce a una limitada dimensión pasajera, visible y floja. Los artistas bien supieron esconder el tesoro verdadero de los piratas, que —como bien se sabe— solo pueden ver por un ojo.
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