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El placer artificial

Llevaba años frustrada y atemorizada por su pobre y dócil vida sexual, hasta que su cuñado, el marido de su hermana mayor, le propuso ser parte de un experimento artístico. Él, un atormentado artista, le pintaría las ramas de un árbol con sus flores sobre el cuerpo. Grabaría todo el proceso: el recorrido del pincel y el estremecimiento que causaba su paso sobre la piel desnuda. Terminaría haciendo una “intervención” en una rara mancha de nacimiento que tenía la joven. Tímida y pálida, se entregó a la idea de un placer que quizás jamás había experimentado.

Esta es una más de las fabulosas historias que cuenta la fascinante novela La vegetariana, de la autora surcoreana ganadora del Nobel de Literatura, Han Kang. La vivacidad e intensidad de las imágenes me cautivó desde el comienzo, no solo por su complejidad, sino también por la inclusión literaria del proceso de creación de un artista atribulado, quien desenreda sus obstrucciones y objeciones al encontrar un motivo y una causa de placer en su creación y en la incipiente locura de su cuñada. Una intersección sorprendente de humanidad que gravita en torno a la idea específica y universal del placer: ese otro purificador. Y otra más de las distancias que podrían hallarse entre la máquina de inteligencia artificial y el artista humano.


Hace poco leí una conclusión contundente de la profesora de periodismo Meredith Broussard en su libro Artificial Unintelligence: una de las exageraciones más comunes respecto a la inteligencia artificial es que puede o podrá hacerlo todo. Y aunque el planteamiento es sencillo, recoge una cuestión sumamente relevante: ¿qué no puede hacer la inteligencia artificial? Siguiendo la opinión de Broussard, infinidad de asuntos reservados e “improgramables” por parte del ser humano. Entre ellos, sin duda, se encuentra el indescriptible e indescifrable oficio de provocar placer. Muchos dirán que me equivoco por los temibles avances de la maquinización de la sexualidad humana, que va desde juguetes sexuales con conexiones de internet de alta velocidad hasta los personajes digitales que ahora se pueden crear para iniciar un romance y tener sexo virtual. No obstante, dichas tecnologías poco tienen que ver con el placer, y más bien se relacionan con la idea y el negocio de su consumo y de su mercantilización. En otras palabras, como sucede en otros aspectos de la inteligencia artificial, se termina por confundir el proceso con su resultado. En el caso del placer, es la dificultad y la misma idea de fracaso sobre ese objeto deseado lo que define el valor de la experiencia.


No existen los placeres automáticos ni tampoco los garantizados. El placer supone cierta lucha y cierta adversidad para conseguirlo.Todo lo contrario a lo que sucede con la inteligencia artificial, que, como muy bien anotaba el lúcido columnista del New York Times Ezra Klein, es una tecnología de la no fricción. Una especie de servidumbre que cumple deseos sin oponerse a las instrucciones que propone el amo y señor. Palabras más, palabras menos, la inteligencia artificial gira en torno a la idea misma de la pornografía: complacer sin reparos. Todo lo cual es antípoda, como dije, de la naturaleza del placer. Lo mismo sucede con los libros, la lectura y el placer que se deriva de esta. Hoy en día, cualquier persona con acceso a internet puede pedir un resumen, una presentación o un listado de los principales argumentos de cualquier libro que esté disponible en línea. Dirá alguno entonces que ya no es necesario leerlos completos y que bastaría con pedirle a la máquina un par de párrafos para saber de qué se trata cualquier historia. Dicha mirada desconocería que, en la lectura de un libro, emergen una serie de elementos que hacen que la experiencia vaya más allá —mucho más allá— de saber el final o la conclusión del mismo.


La sola quietud y el gesto de ir pasando una página tras otra ya suponen en sí mismos una experiencia avasalladora y exquisita para muchos. Para otros, no se trata del final o del desenlace, sino más bien de ir encontrando detalles precisos y en apariencia irrelevantes que se quedan para siempre. El placer de leer no es devorar el libro, como hace la máquina y uno que otro lector codicioso. El placer lo es todo: lo tangible y lo intangible, la atención en un mundo lleno de ruido. El placer de verse reflejado en otra experiencia ficticia que acongoja o ilusiona. Imaginarse sumergido en una realidad imposible por el tiempo, la distancia o la condición. Ser otro en otros.


Es probable que, como decía un personaje de una película española que vi siendo adolescente: el mejor placer es dar placer. Por ahora, la máquina es incapaz de darnos placer, tal vez por su incapacidad de comprender la integridad del concepto o quizás por su minusvalía a la hora de sentirlo y vivirlo. La máquina tiene sangre fría.



 
 
 

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