En una tierra sin estaciones solo quedan dos acontecimientos inevitables: la lluvia y la sequía. Ambas no solo plantean el ritmo de los años en las complejas geografías colombianas, sino que también definen el origen de sus tragedias. Tan presentes y tan predecibles. Así sucedió en la temporada invernal del 2011 cuando la pequeña quebrada La negra —que rodea al municipio de Útica— se convirtió en el lecho mortal de un caudal de agua y lodo que rebozó la rivera deforestada y tomó por sorpresa a la población cundinamarquesa. Muchos lo perdieron todo para siempre. No tardaría La negra en volver a convertirse en la mansa corriente, pero la devastación se quedó por años..
Desde luego, días después y mientras era noticia nacional, no tardaron el llegar las promesas de recomponer a Útica de inmediato. Y con ellas las sospechas legítimas sobre las palabras huecas y oportunistas. La desconfianza volvió a acertar. Muy poco, de lo mucho que se fue, regresó a su lugar y a su estado original. La escuela inundada y maltrecha —por cierto, la única del pueblo— funcionaría como un espejo roto de la desidia estatal y el espinoso olvid. Al ruido de la avalancha le siguió el silencio de la ineptitud. Los años empezaron a pasar y la inacción del hombre fue confrontada por la llegada de la naturaleza. Los techos se empezaron a caer con las lluvias que siguieron cayendo en los inviernos y las paredes se empezaron a deshacer con el inclemente sol que abrasa todo a su paso en las sequías. Nada se opuso a la maleza. Las hojas del inmenso almendro crearon un nuevo piso elevado y lleno de crujidos que reemplazaron al ruido del juego de los niños. El santuario irónico también albergó visitas frecuentes de amantes que grabaron su amor en declaraciones en las paredes y algunos jovenes usaron tableros y fachadas como campo de práctica de grafitis y formas. Uno de ellos condensaba sin esfuerzo la realidad absoluta de las circunstancias: Nadie aquí.
Fue por esos años que el artista Gabriel Hernández Serrato, provocado por el malestar propio de quienes han crecido en esa tierra sacudida por la devastación, empezó a llevar su cámara fotográfica para capturar el paulatino deterioro de un espacio que otrora albergaba la dicha infinita de un niño que escapa de clase para saltar en los charcos. Por su lente pasaron salones de tableros pelados y pisos de barro seco de olor agrio. En sus incursiones pudo también — amparado en ese ánimo nostálgico de cuidar las trizas tiradas por doquier— recopilar libros, carteles, una pantalla de un computador oxidada y la parte inferior de una columna vertebral de un esqueleto de yeso con el que se enseñaba la biología y se inducía el temor a la muerte. Hernández Serrato fue y volvió una y otra vez y así fue conformando mas que un ejercicio de memoria, una representación de una denuncia. Y ¿por qué no? Una declaración a la belleza natural —los musgos, las humedades, las plantas crecidas sin orden— que trajo la indiferencia.
De esta manera el artista fue conformando lo que se convirtió en una exhibición sensible de su inquietud y de su perplejidad. En dos cuartos blancos pintó las paredes de avalancha, cubrió sus pisos de hojas secas e interrumpió sus vértices con ramas inertes. Hernandez Serrato quiso representar el otoño —que por estas tierras solo se pueden entender como la vejez del ser amado— con hojas disecadas con resina que cuelgan detenidas en su caída; precisamente como se sintieron las épocas lerdas y largas después de la avalancha. La interrupción de la vida. Pero también trajo pupitres deshechos como una metáfora brutal del impacto que causó la apatía del poder respecto a la educación rural. Instaló uno de ellos de la rama de un árbol que se ve desde un ventanal, como en fruto seco y arrugado. Justo a punto de caer. La docena de fotografías que componen la muestra son un resultado exquisito de toda esta experiencia vivencial y agitada para el artista que operan como el cofre de papel de algodón de un relato lleno de texturas. Hernández Serrato no busca revancha alguna con la serie que compone Nader Aquí, sabe lo inútil y fútil de un gestó así. Más bien propone una mirada particular de un hecho que aún persiste más allá de Útica y sus veredas: el estruendoso olvido al que está sometido la educación en este país. La verdadera avalancha constante y devastadora que arrasa con cualquier porvenir para Colombia. La peor sequía y la mas ominosa lluvia.
Camilo Fidel López, curador Nadie Aquí.

コメント